- Homilía del Cardenal Oddi




Texto de la homilía pronunciada por el cardenal Silvio Oddi, prefecto de la Sagrada Congregación para el Clero, en la ordenación de sacerdotes del Opus Dei, el 15 de agosto de 1980, en el Santuario de Nuestra Señora de Torrecidad.


Assumpta est Maria in coelum, gaudent Angeli![1] Maria ha subido al Cielo con cuerpo y alma, y los Ángeles celebran el triunfo de su Reina.
Hoy la iglesia en la tierra se une al júbilo de los bienaventurados, al gozo de Cristo, que sale al encuentro de su Madre. Nos llenamos todos de júbilo, en el Cielo y en la tierra. Por eso mis palabras han de tener a María como centro, como punto de referencia del que no quisiera apartar la mirada.

En este Santuario de Nuestra Señora de Torreciudad, Ella nos preside con su corte de ángeles, y bendice a los 58 socios del Opus Dei que van a ser ordenados sacerdotes e iniciarán su ministerio acogidos a su intercesión poderosa. Ella sonríe también a cuantos habéis tenido el inmenso privilegio de que un hijo, un hermano, un pariente vuestro, reciba el Sacramento del Orden Sacerdotal. La Madre de Dios se une a vuestra alegría y a mi alegría. Y, muy cerca de nuestra Madre, con el mismo cariño que os tenía en la tierra, os mira lleno de júbilo vuestro Fundador. No me resulta difícil imaginármelo, con sólo pensar en la alegría de vuestro actual Presidente General, Don Álvaro del Portillo, que me habló con gozo de sacerdote y de padre de esta ordenación vuestra.

Y pensando en la fiesta que hoy celebramos, ¿cómo no dirigirnos a la Santísima Virgen en agradecimiento y en petición de ayuda? Sí, ya que estamos en su casa, acudamos a María: que Ella sea la interlocutora de esta oración, para que la plegaria de todos por los nuevos presbíteros de la Iglesia llegue hasta su Hijo, el Sumo y Eterno Sacerdote.

¡Virgen Santa de Torreciudad, Reina de los Ángeles que en este Santuario acoges a tantos millares de peregrinos! ¡Tú —medianera de todas las gracias— haces posible que cada año se renueve esta solemne ceremonia! Una vez más, un grupo de profesionales de todo el mundo —de hijos tuyos en el Opus Dei— se disponen a recibir el Presbiterado con el único deseo de servir a la Iglesia, al Romano Pontífice y a todas las almas ¡Gracias, Madre Nuestra, por estas vocaciones que tanto necesita el pueblo de Dios!

Ellos quieren ser —como escribió su inolvidable Fundador, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer— sacerdotes 100 por 100[2], es decir, ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios[3]. Sólo eso. Conservarán, sí, la mentalidad laical, secular, que es característica común de todos los socios de la Obra, pero se presentan ante el mundo únicamente como sacerdotes. Saben que su misión especifica es la de comunicar, como maestros de la fe, el pan de la Palabra y, desde hoy también, la de distribuir en calidad de ministros del culto el perdón, la gracia, la santidad[4].

Te pedimos, Virgen Inmaculada, que quienes hoy confirman su entrega al servicio de tu Hijo sean siempre fieles a este espíritu. A partir de ahora, cada uno tendrá el poder inmenso de realizar el sacrificio eucarístico in persona Christi[5]. Porque —como ha recordado recientemente el Santo Padre[6] con frase del Fundador del Opus Dei— por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente pan prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser; es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo, su Alma, su Sangre y su Divinidad[7]. Haz, Madre de la Iglesia, que su entera existencia sacerdotal esté condicionada por este sello indeleble que los convierte en otros Cristos: que su conducta diaria refleje, como en un espejo, la vida de tu Hijo; que en Él encuentren su identidad, su alimento, la razón de ser de su tarea en medio de los hombres. Te pedimos, con palabras del Fundador del Opus Dei, que des a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar también en nuestra vida las maravillas de las grandezas de Dios[8].

Queridos ordenandos: sé que esta oración mía a la Madre de Cristo es también vuestra oración; que, en efecto, estáis decididos a servir al pueblo de Dios en todas las diócesis en donde trabajéis, con el mismo empeño que habéis puesto hasta ahora en e1 ejercicio de vuestra profesión secular. Para vosotros, el sacerdocio no supone mayor entrega, sino sólo un nuevo modo de servicio. Pensad, sin embargo, en las características singulares de la misión que vais a recibir. Habéis de ser, como Cristo mismo, buenos pastores de vuestros hermanos los hombres. Y las palabras «El Buen Pastor da su vida por las ovejas (Jn X, 11), escribía el Santo Padre Juan Pablo II ¿no se refieren tal vez al Sacrificio de la Cruz, al acto definitivo del sacerdocio de Cristo? ¿No nos indican, tal vez, a todos nosotros, a quienes Cristo Señor mediante el Sacramento del Orden ha hecho participantes de su sacerdocio, el camino que también nosotros debemos recorrer? ¿Estas palabras no nos dicen tal vez que nuestra vocación es una singular solicitud por la salvación de nuestro prójimo, que esta solicitud es una particular razón de ser de nuestra vida sacerdotal? ¿Que precisamente es ella la que da sentido, y que sólo a través de ella podemos encontrar el pleno sentido de nuestra propia vida, de nuestra perfección y de nuestra santidad?»[9].

Al leer estas palabras del Santo Padre, pienso especialmente en el servicio que prestaréis a tantos millares de almas, dedicando muchas horas de vuestra jornada a administrar el Santo Sacramento de la Penitencia.

No necesito insistiros en que la Iglesia precisa de sacerdotes que estén plenamente disponibles para impartir el perdón en nombre de Cristo, para ayudar y dirigir a las almas, una a una, porque cada alma es una joya rescatada a gran precio[10]: al precio de toda la Sangre redentora de Jesús.

Se equivocan quienes afirman que el hombre moderno no necesita de este maravilloso Sacramento. Los fieles, hoy más que nunca, buscan —quizá sin saberlo— al médico que cure y res­tañe las heridas del pecado; al Maestro que forme sus conciencias; al Pastor que les aconseje, que guíe a cada uno por su propio camino en nombre del Buen Pastor. «Es un derecho particular del alma —escribió S. S. Juan Pablo II—, es el derecho del hombre a un encuentro más personal con Cristo crucificado que perdona, con Cristo que dice, por medio del ministro del Sacramento de la Reconciliación: tus pecados te son perdonados (Mc II, 5); vete y no peques más (Jn VIII, 11)»[11].

Me da alegría recordar esta doctrina tan diáfana precisamente aquí. ¡Con qué ilusión pensó Mons. Escrivá de Balaguer que Torreciudad fuese un lugar donde los peregrinos acudiesen a purificarse, a renovar su vida por medio de la Confesión!

Permitidme un recuerdo personal: yo, que he tenido la inestimable fortuna de conocer y tratar al Fundador del Opus Dei, entiendo perfectamente que los milagros que pedía a Nuestra Señora de Torreciudad fueran conversiones, propósitos firmes de entrega, un rejuvenecimiento espiritual de quienes se acercasen a la Madre de Dios. Por eso quiso que se pusieran esas amplias Capillas de confesonarios, donde sin duda tantos milagros escondidos opera la Virgen Santísima

Hace un año, el Presidente General de la Obra en su homilía con motivo del cuarto aniversario del transito de Mons. Escrivá de Balaguer, pedía en la Basílica de Santa María la Mayor una “catequesis mundial sobre la Confesión”. Agradezco con toda el alma a Don Álvaro del Portillo que me haya invitado a ser el ministro de vuestra ordenación, brindándome también la oportunidad de recordaros a vosotros, queridos ordenandos, que tenéis un puesto insustituible en esta gran catequesis: deberéis ser Cristo que perdona, Cristo que limpia, que consuela, que sacia al hombre con la alegría honda que sólo nace de la Cruz.

Pero, ¿cómo conseguir que estos propósitos no os abandonen jamás? Lo lograréis si, siempre y en todo momento, procuráis estar unidos a Nuestro Señor. Una unión que será cada día más firme, en la medida en que ejerzáis vuestra labor sacerdotal como buenos hijos de vuestro Fundador, consummati in unum con la persona e intenciones del Padre que os ha legado y al que amáis con el mismo afecto filial: filiación que es garantía de la eficacia de vuestra misión en servicio de las almas, de la Iglesia, como os enseñó e insistió Mons. Escrivá de Balaguer.

Ahora recibiréis el Presbiterado y, al Consagrar por primera vez e1 Cuerpo y la Sangre de Cristo, renovaréis incruentamente el Sacrificio de la Cruz. Pensad que, junto a esta Cruz del Señor, está María. Es cierto que ha subido al Cielo con Cuerpo y Alma, pero no está lejos: allí donde se celebre una Misa la Señora acompaña de nuevo a su Hijo, iuxta Crucem[12]. Está junto a la Víctima que se inmola por nosotros.

No quisiera terminar sin recurrir de nuevo a Nuestra Madre con las mismas palabras que empleó Pablo VI en la reanudación del Concilio Vaticano II: «María, mira a tus hijos: dirige tu mirada a nosotros, hermanos, discípulos, apóstoles y seguidores de Jesús. Haz que seamos conscientes de nuestra vocación y de nuestra misión. Haz que no seamos indignos de asumir en nuestro sacerdocio, en nuestra palabra, en la entrega de nuestra vida por los fieles, que se nos han confiado, la representación de Cristo. Haz, ¡oh, llena de Gracia!, que el Orden Sacerdotal —que hoy te venera— sea como Tú, santo y sin mancha»[13]. Amén.




  [1]. Ad I Vesp. Resp.
  [2]. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Sacerdote para la eternidad, Madrid, 1973, p. 10.
  [3]. I Cor IV, 1.
  [4]. Cfr. PABLO VI, Alocución, 13-X1-65.
  [5]. Cfr. CONCILIO VATICANO II, Cons Dogm. Lumen Gentium, n. 10.
  [6]. JUAN PABLO II, Homilía durante la ordenan de nuevos sacerdotes, Río de Janeiro, 2-VII-80.
  [7]. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, op. cit.. p. 20.
  [8]. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, op. cit. p. 21.
  [9]. JUAN PABLO II. Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia, Typis Poliglotis Vaticanis, 1979, pp. 13-14.
[10]. Cfr. I Pet I, 18.
[11]. JUAN PABLO II, Encíclica Redemptor Hominis, n. 20.
[12]. Io XIX, 25.
[13]. PABLO VI, Alocución, 1-X-63.

Comentarios