Londres, 1-VIII-80
Muy queridos hijos: ¡que Jesús os guarde!
Desde hace tiempo la obra entera está rezando con
mucha fe, con sincera humildad y con gran insistencia por vosotros, hijos
queridísimos, que en el próximo día 15 de este mes, en la gran fiesta de la
Asunción de Nuestra Señora, recibiréis el in-menso don del sacerdocio: desde
entonces, y ya por los siglos sin fin, seréis sacerdotes de Jesucristo.
Van, con estas letras, la seguridad de mi oración
por todos y por cada uno de vosotros; mi felicitación más sentida —¡del fondo
del alma!— por ese regalo divino; y unas palabras de aliento y de súplica.
De aliento, porque pienso en la bondad y en la
misericordia infinita de Nuestro Dios, que ha empezado en vosotros, y que tan
pronto va a realizar, esa obra maravillosa de convertiros en sacerdotes suyos.
Vosotros, cada uno de vosotros personalmente, le ha dicho que sí al Señor,
cuando percibió su llamada al Sacerdocio: y estas respuestas vuestras han sido
libérrimas y las habéis dado conociendo bien —y amando— las obligaciones que la
llamada divina llevaba consigo.
Dios comenzó su obra en ti, hijo mío, y contigo la
terminará, porque tú serás siempre fiel, y Dios es más fiel que tú, que todos nosotros.
Basta con que tú quieras, porque El ciertamente quiere: y tú, con su gracia,
pondrás en práctica todos los consejos que —con su ejemplo y con su palabra—
nos ha legado nuestro Padre: serás por lo tanto alma de Eucaristía; te dejarás
llevar de la mano por la Santísima Virgen, que es la Madre del Sumo y Eterno
Sacerdote, y Madre tuya; arderás en deseos de llevar a muchas almas a Dios,
porque amas a Dios con todas tus fuerzas, y por su Amor amas a todas las
criaturas; tendrás hambre de reparar, de desagraviar al Señor, con el Santo
Sacrificio y con tu vida entregada, por tantas ofensas como constantemente
recibe; y, finalmente, la gracia divina y tu diaria correspondencia te llevarán
—a pesar de tu miseria— a ser un sacerdote santo.
Acuérdate de la escena de la samaritana. Si
scires donum Dei...! (Ioann. IV, 10). Así dijo Jesús a aquella pobre
mujer peca-dora: ¡si supieses cuál es el don que el Señor te hace...!
Tú, hijo mío, lo conoces y por eso lo recibes con tanta alegría, y lo
custodiarás con tanto amor, y lo defenderás con mucha humildad, para que ese
don sea agua viva que salte hasta la vida eterna, para ti y para muchos, en
servicio constante y humilde a la Iglesia Santa.
Hijo mío: ¡sacerdote de Jesucristo! Tú podrás darle
al Señor tu voz y tus manos, y tu voluntad, y al son de tus palabras Dios hará
milagros: el pan y el vino se transformarán en el Cuerpo y en la Sangre de
Jesús; y, en el sacramento de la confesión, los pecados serán perdonados por
Dios, siendo tú el ministro. Serás ministro del Pan y de la Palabra en
beneficio de toda la Iglesia, viviendo bien pegado al Santo Padre, a la
Jerarquía eclesiástica, siempre en perfecta unión con tus Directores en la
Obra; así servirás a todas las almas, empezando por las de tus hermanas y tus
hermanos de esta familia sobrenatural, que es el Opus Dei.
Serás, hijo mío, en la Obra —y, en general, entre
todas las almas— un hombre que llevará siempre y a todos una mayor paz, una
mayor intimidad con Dios, una gran carga de alegría espiritual, siendo también
siempre un elemento de unión entre todos.
Para poder conseguir esto, es preciso que tu vida se
mueva indefectiblemente en el círculo de Dios: ya te incumbe esta obligación,
como a todos tus hermanos, desde el momento en que empezaste a formar parte del
Opus Dei. Vívela con la máxima delicadeza, con esmero: todo lo harás por El, y
le pedirás que aparte de ti cuanto te pueda apartar de El, como rezaba cada día
nuestro Padre. Y ésta es la súplica que te hago: que luches, con todas tus
fuerzas, pidiendo al Señor, por medio de la Santísima Virgen, y acudiendo a la
intercesión de nuestro Padre, que te preste su Fortaleza y que acreciente tu
humildad. Si lo haces así —y estoy cierto de que con la gracia de Dios éste
será siempre tu modo de actuar— tu sacerdocio será fecundo, y nuestro Padre te
bendecirá constantemente desde el Cielo.
Felicitad de mi parte, de todo corazón, a vuestros padres
y hermanos, y a todos vuestros parientes, por el don que también a ellos
concede el Señor: y rogadles que recen por mí.
A mi venerado y querido amigo el Sr. Cardenal Silvio
Oddi, que tan amablemente ha atendido a mi petición de conferiros este maravilloso
Sacramento, mi agradecimiento cariñoso.
Y, a vosotros, un abrazo muy fuerte. Os dejo en las
Manos de la Santísima Virgen, que os llevará a Su Hijo: y acudo a nuestro Padre
para que, hoy más que nunca hasta aquí, actúe en vuestras almas, en vuestros
corazones. Dadme vuestra bendición sacerdotal, y recibid la de nuestro Fundador
y la mía, que os ayudará a caminar siempre muy pegados al Santo Padre, para
cumplir lo que tan insistentemente nos inculcó nuestro Padre: Omnes cum
Petro ad Iesum per Mariam!
Vuestro Padre, que os lleva muy en el alma,
Álvaro
He terminado de escribir estas líneas en Dublín, el 2-8-80: desde
aquí renuevo mi bendición.
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